Enfrente está la que era la casa del gordo Jose, en la otra esquina, los monoblocks de cuatro pisos y en la otra, el paredón de la escuela con el portón de chapa grafiteado. Los guachitos por un peso se subían por las ramas y te bajaban un par de paltas, a veces venía temprano un chabón con una caña larga que en la punta tenía una horca de alambre, llenaba una mochila y se iba en su bici a venderlas en el paso a nivel de la estación, cuando tenía paciencia, si no por dos mangos al verdulero de al lado del supermercado, revendida luego a precio gourmet a la clientela.
Los muchachos rotaban según la época del año o la hora del día buscaban el sol o el fresco de cada vereda. A la siesta el árbol da sombra pero a la noche más. Rotaban como por sus manos giraban los puchos, la birra o la caja. Giraban como una rosa de los vientos o como el cuchillo imantado de la brújula, siempre con el perrerío a los pies, su risa de voz, la oreja de cumbia. Dicen que la palta tiene propiedades curativas. El árbol sigue ahí desde aquellos años. Dicen que la altura, la gravedad, el peso de la fruta con la posición indicada del cerebro puede curar el mal de amor, a los alunados, a los privados y a los curdas.
Acá van un par desde la altura. No se empachen.
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